Como un dato en el que merece la pena detenerse, trabajadores de casi todos los sectores comienzan a movilizarse en demanda de mejoras salariales o laborales en el país del norte, pero lo hacen cada vez más bajo la cobertura de organizaciones -los sindicatos-, algunos existentes y otros que se van creando como resultado de esa demanda.
Esto sucede en un contexto donde la ley les permite reemplazar trabajadores que paran en demanda de aumentos salariales u otros beneficios. Eso es lo que comienza a dar un giro si la lucha se emprende dentro de una organización sindical. Ahí están yendo en forma individual, sectorial o directamente por empresas.
Cuando tiempo atrás, Kellogg’s amagó con despedir a sus trabajadores para poner fin a dos meses de huelga en sus cuatro plantas, después de que 1.400 trabajadores se negaran a firmar un acuerdo que consideraban insuficiente, desconocían la respuesta oficial que daría su presidente, Joe Biden: “me preocupa seriamente el intento de sustituir permanentemente a los huelguistas”, dijo el demócrata y agregó: “es un ataque existencial a los sindicatos y al trabajo y el medio de vida de sus miembros”. La empresa claudicó días después con una subida salarial del 3%.
También Barack Obama había ido en ese sentido y con ese compromiso, pero finalmente no lo llevó a cabo. Esta vez los trabajadores americanos también se permiten dudar del aval político necesario para lograr la ley ProAct, (siglas en inglés de Proteger el Derecho a Organizarse).
Pero por lo menos ese puntapié es parte del resurgimiento del fenómeno, que parece ir a contramano de otros países históricamente sindicalizados como el nuestro, que, en lugar de crecer y fortalecerse en éstos momentos, luchan por mantener conquistas y derechos, y principalmente capacidad de compra para trabajadores registrados que cobran salarios por debajo de la línea de pobreza.
Un país como Estados Unidos, que tiene sólo el 11% de sus trabajadores sindicalizados, la pandemia ha sido el detonante de que millones de trabajadores se hayan declarado en rebeldía. Sin distinción de rangos o cualificación: protestan obreros de plantas de procesamiento de alimentos, conductores y carpinteros; técnicos de Hollywood, profesores auxiliares de universidad y esa tercera categoría alumbrada por la emergencia sanitaria, la de los trabajadores esenciales.
Los intentos de sindicación por parte de trabajadores del gigante Amazon o la cadena de cafeterías Starbucks son la punta del iceberg de un fenómeno mucho más amplio y profundo. Este sábado la creación del primer sindicato en Apple, fue más que representativa del fenómeno, tras una votación que finalizó con 65 votos positivos y 33 en contra.
La escasez de mano de obra en sectores esenciales ha empoderado notablemente a los trabajadores, y la larga travesía del coronavirus ha acabado ejerciendo de partera de un nuevo modelo de relaciones laborales, aún por concretar, porque la efervescencia laboral no cesa y la pelea es por lograr la ley de apoyo a la negociación colectiva que protege el derecho a organizarse, la cual permanece trabada en el Senado por los republicanos, y con la cual la “sustitución permanente” de huelguistas dejaría de ser legal. Tras ella están.
Pese a un marco legal y económico que ve con indisimulado recelo a los sindicatos, pequeñas victorias cotidianas, en ocasiones de los sectores más desprotegidos, permiten albergar cierta esperanza de lograr una verdadera reforma pese al pesimismo de las mayorías.
El ejemplo de los deliverys —repartidores de comida a domicilio— de Nueva York, que han logrado la primera protección legal del país, asumiendo las empresas de comida rápida la relación contractual con quienes trabajan para ellas, es indicio de un giro casi copernicano. Un presidente abiertamente sindicalista, que sostiene que el declive de la afiliación sindical debilita a la democracia, puede ser la otra punta del iceberg. El fenómeno es digno de observar porque está en plena efervescencia y no parece detenerse con facilidad.